A lo largo de los años, lo que más ha enseñado la vida es a desprenderme.
Cada cosa que vivo es como un episodio de liberación, donde pierdo una parte de mi cuando las cosas terminan. Son como ciclos, se abren y cierran, algunos se repiten, pero nunca de la misma manera, siempre traen a alguien más o alguna cosa que lo hace particularmente diferente.
Si me aferrara, no podría seguir.
Y las pérdidas me ayudan, el camino se vuelve más transitable. La niebla de la vida se despeja.
Las memorias adquieren un significado diferente. Son fracturas, que impiden que nada termine viciándome, que me ayudan a no actuar con desidia.
Ya no lucho porque las cosas sean como yo quiero.
Lucho porque no me afecten y sigan su curso. He aprendido a ver el curso natural de casi todo.
No me he vuelto inoperante, he soslayado las fricciones. No extiendo sufrimientos inevitables, sufro, fulmino, sigo.
No tengo ideas de cosas, de asuntos, de nada. Es como si todas mis ideas fueran sobre la vida, sobre lo que haga extender la vida, sobre aquello que haga prolongarla, aunque no sea en mi, ni conmigo.
No hay estática en esta forma de vivir.
No hay nada que sea cierto, o demasiado importante, la mínima cosa es especial.
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